“¡Eh chico! ¿Quieres probar suerte?”
La pregunta atraviesa la distancia que me separa de la mesa,
a pesar del ruido que impera en la sala. Se nota el ambiente cargado de humo de
tabaco, de olor a humanidad, olor a vidas perdidas en una mano desafortunada, a
cielos ganados con faroles. Podría cortarlo como si rasgase un papel. Echo una
ojeada a la mesa. He estado mirándola a menudo desde que entré en este lugar.
Intento hacer memoria de cómo he llegado a acabar aquí. Para mi alivio, no lo
recuerdo. Buena señal, a menos que me hayan drogado sin saberlo, estoy en un
sueño. Eso me da la seguridad suficiente como para aceptar la invitación al
juego. Me siento en el lado opuesto de la mesa. Él me mira de hito en hito,
presintiendo una presa fácil. Se cree ganador ya. A lo largo de la noche ya ha
desplumado a prácticamente todo el que se ha sentado en su mesa, salvo a un par
de personas sentadas a mis lados. Es curioso. Ambas son mujeres. Tal vez le
gusten, tal vez sean sus compinches. A lo mejor solo son víctimas del agujero
negro en el que se ha convertido la mesa, a las que despluma lo máximo que
puede sin llegar a arruinarlas, manteniendo viva su esperanza de jugar y
conseguir recuperar lo que han perdido. ¿Ilusas? Puede. Seguramente no saben
donde están jugando. Ni a qué. Admito que yo tampoco. Pero la mesa vibra, riela ante mis
ojos, me susurra seductora. Echo un vistazo a la chica de mi derecha. Me
resulta vagamente familiar. Es guapa, tiene buena figura, pero la cascada que
es su pelo oculta su cara inclinada sobre la mano que nos acaban de repartir.
Suspiro. Si se da bien la noche tal vez pueda proponerle tomar algo, o cenar.
Quién sabe. Sacudo la cabeza, alejando sueños y fantasías. Si juego pensando en
algo que no sea ganar la partida, estoy perdido. Para mí la mesa está fría aún,
mientras que en para mi anfitrión tiene la agradable tibieza de las partidas
ganadas sin hacer nada, fáciles.
Se acerca un crupier auxiliar a preguntarme si voy a querer
fichas. Saco algo de dinero de la cartera y lo cuento, calculando cuánto puedo
permitirme perder en el caso de no conseguir levantar la partida. Pero en ese
momento le miro, intentando evaluar por su actitud de gato desperezado cuan seguro está. Bastante, por lo que parece. Demasiado para ser mi propio sueño, de hecho. Le
dedico una de mis mejores sonrisas de ganador y clavo mis ojos verdes en sus
pupilas oscuras, al tiempo que le doy la cartera entera al crupier. Veo que
empieza a sonreír abiertamente, con la arrogancia de quien se sabe vencedor de
la timba. Así que agarro al crupier por la manga para que espere, y me
desabrocho el reloj, despacio, con parsimonia, dándoselo mientras esgrimo una sonrisa de tiburón que me
daría miedo hasta a mí mismo de poderla ver.
-Pensaba que el reloj se lo reservaría para partidas
posteriores- Le veo ponerse serio e incorporarse en su silla, curioso-. No que lo
apostaría directamente en la primera ronda.
Ahí está, la primera rotura, la primera grieta en su
seguridad helada. Ensancho más aún la sonrisa. No me queda más labio que
estirar, creo. Esto empieza a ponerse interesante.
La chica a mi izquierda, la de más edad de la mesa, me mira un
poco mal, pero a continuación dirige una mirada de admiración hacia el
hasta el momento invicto de la noche. Arrugo el ceño. Echo un vistazo a mi
derecha y entreveo un brillo azul y el rastro de una media sonrisa. Le guiño
el ojo. Al menos parece que no toda la mesa quiere matarme.
-Ya, lo he pensado. Es algo muy preciado para mí, pero ahora
mismo me interesa más conseguir lo suficiente como para que podamos jugar a la
misma altura. ¿Qué sentido tiene jugar si se juega en inferioridad de
condiciones? Supongo que el propio juego en sí, vaya. Y jugaría así, por el
placer de jugar si no tuviese intención de ganar. Por eso no me importa apostar
mi reloj. Mi tiempo. No hay tiempo gastado que se iguale a vencer cuando no se
espera ganar.
Respiro. Lento. Cierro los ojos. Los abro.
"Vamos a ponernos serios. Juguemos".