"Toc, toc."
-¿Se puede?
Me incorporo mientras le doy la espalda a la chimenea que
estaba encendiendo. No esperaba ninguna visita hasta más tarde hoy. Es una
chica morena y pálida. Viste una sudadera gris, vaqueros y unas converse. Sonrío para mí mismo con resignación.
-Vaya, vaya… Soledad. Cuánto tiempo desde la última vez ¿eh?
No me responde, mientras curiosea por la habitación. Se
sienta en la cama, abre algunos cajones del escritorio, bailotea mientras mira
el tablón de corcho colgado en la pared. En él hay una foto. Una chica rubia,
de labios finos y sonrisa a medio esbozar le devuelve una mirada de ojos verdes desde un balcón
sobre un ocaso de fondo. Es un atardecer precioso el de la foto, y a lo lejos
se ve el mar. La arranca del corcho con indolencia y se acerca a la chimenea.
Le cojo la mano antes de que la lance al fuego. Me mira extrañada. Le arrebato
la fotografía, la miro un instante y le doy la vuelta para guardarlo en la caja
de cartón que tengo entre las manos. Me detengo mientras leo qué hay escrito
detrás. No es la primera ni la segunda vez que lo he leído. Me lo sé de
memoria. Y aún así lo leo lentamente bebiéndome cada palabra, siguiendo los
trazos con la mirada:
“Brindemos
que hoy es siempre todavía,
que nunca me gustaron las
despedidas.
Por todas esas “puñetas” que aún
quedan por hacernos.
Allí te espero cara pie =)”
Leo su nombre en la firma, esa pequeña voluta sobre la ce mayúscula, y
el rabito alargado de la a final. Dejo caer la foto al fondo de la caja, sobre
la postal de Dublín, entradas de cine, y un ticket de un desayuno en San Ginés.
Ingredientes perfectos de un guiso a fuego lento. La cierro con un suspiro, y
la guardo en el armario a mi espalda.
-¿Has venido por algo en especial? –le espeto. Mis modales
no son lo que se puede decir ejemplares desde este lunes. Me da igual. No
quiero ver a esta mujer en mi casa.
-¡Ah, si! Se me olvidaba ya. Tenemos visita, Borja.
Frunzo el ceño.
-No hay ningún “tenemos”. Tú te vas. Ahora. Punto.
“Toc, toc”.
Suenan unos golpes en la puerta a mi espalda. Echo
un vistazo a la sonrisita de satisfacción que esboza en su tez pálida, con su
insufrible expresión de suficiencia. Me prometo a mi mismo borrársela en algún
momento. Paciencia. Me giro hacia la puerta mientras suelto un “¡Adelante!”
desganado. Entra un chico alto, rubio como un campo de trigo, de ojos azules
como el Ártico escondidos detrás de unas gafas de pasta negra.
-Dile a esa zorra que se largue, o te doy mi palabra que la
mato.- Se me arranca una media sonrisa cuando noto cómo Soledad se estremece
cuando le oye.
-Ale, desfilando, ya le has oído.- La chica de la sudadera
gris me saca la lengua burlona y se marcha. Sabe que acabará volviendo antes o
después. Nos quedamos mirando los dos cómo se va de la habitación.
-¿Cerveza, Jack?- pregunto mientras abro el frigorífico.
-La pregunta ofende. Ese chocolate que bebes tú en días como
éste es de nenazas.- Me guiña el ojo, cómplice, mientras despunta el primer
atisbo de sonrisa que veo desde que llegó.
Le da un trago a
su cerveza.
-¿A que no sabes qué me ha pasado éste lunes?
Sonrío con tristeza sobre mi taza de chocolate humeante.
-Créeme. Sí lo sé. Ella estaba aquí esperándonos a los dos.
Se queda con la boca abierta, farfulla un poco y abre y
cierra la boca unas cuantas veces. Por fin lo oigo, naciendo de su pecho, esa
risa profunda que le caracteriza. Me sumo a su risa, liberándome, sintiéndome
más ligero. Choco mi taza contra su botellín de cerveza, mientras me siento a
su lado en le sofá y ponemos los pies sobre la mesa al unísono, dejando salir
esas últimas carcajadas de quienes han hecho lo que podían pese a haber tenido
tanto en contra.
-¿Bueno, qué hacemos ahora?- pregunto.
Se gira hacia la ventana, suspira y bebe otro sorbo.
-¿Ahora? Vivir con esperanzas de nuevo.
Brindamos.