martes, 13 de marzo de 2012

Las cosas bonitas a medianoche.


Salimos del coche sin hablar, andando hacia la carretera que cruzaba la presa, despacio, sin ninguna prisa, el uno junto al otro. Enfilamos el paseo lentamente, como si no existiese el tiempo, como si no hubiese reloj capaz de medir ese momento en el mundo entero. Me rezagué un poco, cediéndole el paso al empezar la acera y me quedé quieto un segundo, viendo como pasaba delante mía y comenzaba a andar hacia la barandilla. El viento soplaba con fuerza, arremolinándose a sus pies como si quisiese arrancarle el abrigo y lanzarlo hacia la noche estrellada que había sobre nosotros. Caminaba despacio, haciendo equilibrios en el bordillo, luchando contra el viento, y con el cuarto creciente convertido en una sonrisa casi invisible sobre su cabeza. Se dio la vuelta justo en el momento en el que yo acababa de inclinar la cabeza en el típico ángulo perfecto que seguramente me daba aspecto de idiota mientras le miraba. Me dedicó una de sus magníficas sonrisas. Era una sonrisa de esas que solo con nacer se clasifican en peligro de extinción, sincera y genuina. Salía de sus ojos, bajaba por su nariz fruncida y acababa reflejada en sus dientes, a la luz de las farolas que nos separaban. En ese momento, una ráfaga de aire le desordenó el pelo, jugando con él, metiéndole un mechón entre los labios, lo que me arrancó una sonrisa cargada con toda la justicia kármica del mundo. Me acerqué a ella y comenzamos a caminar juntos, juntándonos y separándonos a capricho del vendaval, como si fuésemos dos hojas con las que el viento juega. Al llegar a la mitad de la presa, nos giramos hacia la barandilla, asomándonos en silencio. Ante nosotros, el agua embalsada se rizaba, con las crestas de las pequeñas olas iluminadas por las estrellas que vigilantes, nos observaban desde el cielo, y por las luces de un pueblo situado a mitad de ladera. Me di cuenta de que estábamos conteniendo la respiración sin proponérnoslo, y extendí mi brazo para acercarla a mí. Ella se dejó atraer, sonriendo cabizbaja para protegerse del viento mientras se recogía el pelo para hacerse una coleta. La abracé por la espalda, de cara los dos al viento y al agua, y hundí mi cabeza en el hueco de su cuello con un ronroneo de satisfacción. Ella subió su mano, acariciándome la mejilla mientras seguía mirando las luces reflejadas en el agua. Giró un poco la cabeza y me dio un beso rápido en los labios y un mordisquito fugaz en la oreja. Decir que me recorrió una descarga eléctrica sería echarle demasiada literatura tópica. Fue más bien como cuando durante una guerra de bolas de nieve, notas cómo una gota helada deslizándose por tu espalda te demuestra que no eres tan invencible como creías. Esa sensación mezcla de sorpresa, gusto, fastidio e inmovilidad. Apreté mi abrazo un poco más, sonriendo.
- Creo que este es el mejor momento que he vivido. Si pudiese, pararía el tiempo en este mismo instante, y me quedaría mirando esta noche sin cansarme. Las estrellas, la Luna, el agua, tú… Es simplemente perfecto. ¿No te lo parece? –canturreó un poco, soñadora mientras se balanceaba delante de mí, asomándose por la barandilla.
- La verdad es que tienes razón, pero puestos a pedir, preferiría que no hiciese este vendaval, que anda que somos listos viniendo hasta aquí tan tarde en pleno invierno. –Me reí por lo bajo un poco, pero paré al ver que ella se giraba hacia mí.
- ¡No! ¡Para nada! –Fruncí el ceño un poco, pues no tenia mucha idea de a qué se refería- Cuando digo que pararía este momento es con todo lo que ello conlleva. ¿Qué sentido tiene quitarle los defectos a algo, cuando son esas mismas imperfecciones las que hacen que sea tan perfecto? –Me miró decidida en la penumbra del paseo.- Me gusta tal y como es. Tiene la perfección de las improvisaciones, de las caricias y de las miradas. Y sí, el viento, el frío, tú y yo,  somos parte de esa perfección. No todo tiene por qué ser ordenado para ser mejor. Le guiñé un ojo, con socarronería, refiriéndome sin hablar a sus pequeños olvidos y desórdenes. Se revolvió un poco entre mis brazos, mascullando por lo bajo palabras llenas de irónico cariño, mientras esbozaba una media sonrisa preciosa.
- Da igual. No voy a dejar que me arruines este momento. –Desistió en sus forcejeos con una sonrisa de satisfacción y apoyó la cabeza contra mi abrigo.- Este es uno de esos momentos en los que no hace falta decir nada, en los que se oye con oler la magia en el aire, y se habla aguantando la respiración en silencio.
- Pues espero que no sea el último. –Susurré en su oído, apenas un murmullo sobre el vendaval.
Más allá de la barandilla, en lo alto, la noche sonreía. No dijo nada. Simplemente, sonrió.